Por qué el talento está sobrevalorado
“Rebotar” de Matthew Syed (2010) es una obra maestra que parte de una tesis bastante controversial: los genios no existen y el talento está demasiado sobrevalorado. Es distinto oír algo así viniendo de un académico que de un distinguido excampeón mundial de tenis de mesa, como lo es el autor. Pero, venga de quien venga, esta contundente afirmación es más que cierta… aunque tu intuición pareciera indicarte lo contrario.
¿Qué tienen en común figuras de la talla de Amadeus Mozart, Pablo Picasso, los Beatles, Bill Gates, Tiger Woods, Roger Federer, Serena y Venus Williams, las ajedrecistas Susan, Sofía y Judit Polgar, David Bechkam o Cristiano Ronaldo? Si tu respuesta es que todos y cada uno de ellos son prodigios innatos… debo decirte que te equivocas. Efectivamente, son prodigios, ¡pero no lo fueron siempre ni de la noche a la mañana! Detrás del talento de cada uno de estos hombres y mujeres existen muchas, pero muchas horas de práctica: no menos de diez mil, para ser exactos. Se dice que el genio es diez por ciento inspiración y noventa por ciento transpiración y, en efecto, lo es.
En 1991, Anders Ericsson se propuso investigar en qué consiste el talento natural y, luego de largos años de dedicación, concluyó que no existe evidencia alguna de que las personas excepcionales, sobresalientes y destacadas posean un don innato que justifique, per se, su altísimo rendimiento. Es decir, que el así llamado “talento” depende, en gran medida, de dos factores igual de importantes: las oportunidades que explotamos y las horas de vuelo que dedicamos. A lo largo de vida, todos contamos con cientos de miles de oportunidades para adquirir conocimiento y crecimiento, pero no siempre las aprovechamos. Esperamos que todo, de la noche a la mañana, nos venga servido en bandeja, cuando lo determinante es cuanto hacemos y dejamos de hacer para hacer que las cosas sucedan. Precisamente, esa dedicación es lo que distingue a los denominados “talentos” de las personas promedio.
La regla de los 10 años
Cuando presenciamos a una persona talentosa en acción, quedamos deslumbrados por la magia que derrocha, y no nos detenemos a pensar en cómo esa persona llegó adonde llegó. Asumimos que fue bendecida con un don sobrenatural, que tuvo la suerte de heredar; que siempre fue así, o que no le costó tanto llegar tan lejos; y que es inalcanzable e imposible de superar. Si cualquiera de estos talentos te escuchase, probablemente soltaría una sonora carcajada. Y es que los prodigios no nacen: se hacen. Trabajan mucho más que los demás, de manera que estos no tienen posibilidad alguna a su lado. ¿O sí la tienen? De hecho, sí. Las habilidades son notablemente similares en personas que tienen la misma cantidad de horas de práctica. Es difícil creer que tú o cualquiera pueda convertirse en experto con la práctica, pero la evidencia al respecto es contundente. Si practicases el mismo número de horas que un prodigio, lograrías un nivel similar al suyo, dependiendo de tu capacidad.
El mítico tenista estadounidense André Agassi cuenta en su autobiografía que, con apenas 7 años, su padre le decía: “Si golpeas 2500 pelotas de tenis al día, habrás golpeado 17500 a la semana y casi 1 millón de pelotas para fin de año. Y un niño que golpea 1 millón de pelotas al año será imbatible”. Así lo hizo… y el resto es historia. Sin importar sus genes o contexto, una persona que dedique horas y horas a practicar una y otra vez llegará a ser invencible, más temprano que tarde. Y es que la práctica hace al maestro: practice makes perfect, en inglés. De modo que, si quieres alcanzar la excelencia y la perfección, entrena sin tregua alguna y cosecharás, en el debido momento, los frutos de todo tu esfuerzo.
¿Sabías que Mozart, antes de cumplir 6 años, acumulaba 3500 horas de práctica? Pero no cualquier tipo de práctica. No basta con repetir una y otra vez lo mismo para convertirse en experto en ello. Pensemos, por ejemplo, en el arte de caminar. Todos caminamos todos los días, pero no por ello somos caminantes expertos. Para lograr la excelencia, la práctica debe ser intencionada (purposeful). A diferencia de cuando hacemos las cosas en “piloto automático”, practicar deliberadamente significa apuntar a un objetivo más allá de nuestro alcance, esforzándonos hasta alcanzarlo. Lo intentas muchas veces hasta que lo logras. Y una vez que lo logras, lo haces nuevamente, de forma consistente, hasta formar el hábito.
Crecer, crecer y seguir creciendo
Los expertos han logrado que sus cuerpos y mentes estén suficientemente preparados para trabajar de una determinada manera. La práctica intencionada permite realizar actividades complejas de forma consistente, agrupando en un solo movimiento la extensa sucesión de acciones involucradas en un proceso. De este modo, pueden ejecutar automáticamente la actividad en la que son expertos, logrando un óptimo desempeño y causando, incluso, la impresión de que es algo que realizan fácilmente, sin mayor esfuerzo. Si, por el contrario, los componentes de dicha acción se llevasen a cabo de manera disociada, la mente tendría demasiadas variables que considerar, perdiendo la sincronía, minimizando el rendimiento y exponiéndose a fallos recurrentes. El malabarismo, arte sencillo a primera vista pero de una complejidad sin par, es quizás el testimonio más vívido de todo esto.
Convertirte en experto en cierta práctica es algo que, realmente, debes querer. No puedes forzar a alguien a dedicar 10000 horas de su vida a hacer, concienzudamente, algo que no quiere. Esa persona tiene que querer practicar, por decisión propia, la regla de los 10 años. La práctica se convierte en una batalla de ideas y sistemas de entrenamiento, cuyo fin es alcanzar la máxima eficiencia a través del aprendizaje temprano y la superación continua, trascendiendo el promedio de lo “aceptable”. Los expertos son humanos y continuamente cometen errores, pero en lugar de hundirse en sus miserias, lamerse las heridas y ahogarse en sus culpas, son capaces de alzar la mirada, detectar los motivos de sus fallos y adaptar eficazmente su conducta por medio de la práctica deliberada. En tal sentido, el feedback que reciban de otros es crucial para superarse continuamente, adelantándose a errores que el propio ojo es incapaz de identificar por cuenta propia, y también es clave el feedforward que los invita a seguir adelante por el camino adecuado.
El “talento innato” está sobrevalorado: tener una mentalidad de crecimiento es muchísimo más importante. Las personas con mentalidad fija están convencidas de que su capacidad está predeterminada y no puede mejorarse, por lo que se autoimponen límites y se dedican a buscar culpables para justificar sus propios fracasos. Por el contrario, las personas con mentalidad de crecimiento asumen con responsabilidad sus errores y, en vez de atribuirlos a una falta de inteligencia o a factores externos, encuentran en ellos una oportunidad para crecer y esforzarse aún más. Donde otros solo ven imperfección, ellos perciben potencial. Confían plenamente en sus capacidades, y no con optimismo ingenuo sino, más bien, con realismo: saben perfectamente que el logro de sus objetivos está a su alcance, siempre y cuando se dediquen consistentemente a perseguirlos.
La teoría del talento innato sigue reinando, aun cuando aceptamos que la práctica es más importante de lo que creemos. En serio, ¿prefieres seguir creyendo que la excelencia y el éxito son solo cuestión de suerte, genes o circunstancias favorables? ¿No es mejor saber que, porque depende de nuestra práctica y dedicación, tenemos mucho más control sobre lo que logramos que lo que antes creíamos?
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