¿Cómo pasar de la utopía a los hechos?
Los seres humanos no somos máquinas, que funcionan ininterrumpidamente de 9 a 6. El teletrabajo, corolario de la pandemia, ha desnudado las deficiencias de lo que, por años, considerábamos la normalidad de la vida laboral. Ritmos de vida a los que sobrevivíamos sin ofrecer mucha resistencia, cual si fuese irreal siquiera imaginar que las cosas pudieran ser distintas. Por supuesto que existían tímidos intentos de reclamar un mayor equilibrio entre los ámbitos personal y profesional e incluso iniciativas aisladas de algunas empresas de avanzada que apostaban por semanas laborales de 4 días, o jornadas de 4-6 horas. Pero imaginar que ello llegase a ser la nueva normalidad del trabajo, era algo muy distante… y, de hecho, para muchos aún lo es.
Estos dos años de teletrabajo nos han enseñado que la “normalidad” del trabajo no existe como algo rígido, predefinido. El ser humano define lo “normal”, tomando como criterio su bienestar integral y su óptimo rendimiento profesional. Es imposible que una persona alcance resultados superlativos de forma sostenida si no cuenta con condiciones mínimas para lograrlo (y no solo me refiero a herramientas de trabajo, sino a derechos que algunos osan llamar “beneficios”: seguridad laboral, cobertura de salud, remuneración por horas de trabajo extra, descanso vacacional y semanal, entre otros). Y, por supuesto, políticas a favor de la flexibilidad, ancladas en la accountability y la confianza, que contribuyen en gran medida al logro de una mejor calidad de vida profesional.
La estadística está a favor del cambio. Según un reciente estudio de Stanford Business, el colaborador promedio resultó ser 13% más productivo trabajando a distancia, reportando 68% menos interrupciones que en la oficina. De acuerdo con un reporte de Owl Labs, los trabajadores remotos se sienten 22% más felices, 78% menos estresados y hasta 79% más concentrados, y en el 91% de los casos alegan tener un mayor equilibrio entre los ámbitos personal y profesional. E, incluso, son 13% más leales a sus actuales empresas, mostrando la intención de permanecer 5 años en promedio. ¿A qué se deben tan contundentes cifras?
El secreto está en que, a diferencia de los trabajadores presenciales que están obligados a ser eficientes de 9 a 6 porque luego no cuentan con los equipos de trabajo a la mano para serlo, los híbridos y remotos tienen la posibilidad de construir sus horarios, aprovechando sus picos de energía diarios y sus momentos más productivos según el estilo de actividad a realizar. Recientes hallazgos neurocientíficos han evidenciado una estrecha correlación entre el cronotipo o reloj vital de cada persona, y su capacidad para desempeñarse en una u otra determinada tarea. Existen diversas formas de clasificar a las personas de acuerdo con su cronotipo (bajo el apodo de leones, osos, lobos o delfines, por citar algunos casos), pero, sea como fuese, lo interesante es que no todos rendimos igual en distintos momentos del día, ni tampoco rendimos la misma cantidad de horas… y eso es normal. Lo anormal es encasillar a todos los trabajadores en rígidos horarios de trabajo, y medirlos, peor aún, ni siquiera por objetivos sino por resultados igual de rígidos, forzándolos a sacrificarse a sobrehoras impagas o trajines interminables cuyo desenlace es un trabajador quemado.
Durante años, muchos nos hemos acostumbrado a trabajar, al menos, ocho horas seguidas. Esto no va más. Está en nuestras manos construir la nueva normalidad que soñamos. Estar de brazos cruzados equivale a permitir que, lenta y silenciosamente, los malos hábitos de antes se impongan.
Utopía no es soñar con mejores condiciones de trabajo. Utopía es creer con fe ciega que podemos mantener indefinidamente el statu quo de la vida profesional, sin costo alguno. Tarde o temprano, seremos, irreversiblemente, esclavos de un sistema hecho a medida de los resultados, y en detrimento de la persona. No volvamos a la “normalidad” de ayer. No retrocedamos cuanto hemos avanzado. No esperemos otra pandemia para abrir los ojos…
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